Había un país donde el rey todopoderoso decidió que todos los ingenieros ejercieran de médicos. El rey estaba un poco malucho y tras cruzarse en el pasillo con el ingeniero mayor del reino, le comentó su jaqueca. El ingeniero le recomendó que tomase una aspirina, y el rey se curó. Y tan contento quedó que redactó un “Anteproyecto de Ley de Servicios Profesionales” donde decretaba que todos los ingenieros podían ejercer la medicina en su reino. Los médicos de aquel país pensaron que era un simple delirio pasajero del rey y no quisieron dar crédito a la noticia. En el país había más de 50.000 médicos y casi 50.000 estudiantes de medicina. Sobraban médicos. Pero el rey, cabezota, siguió adelante con su estupefaciente Anteproyecto. Hay que decir que este rey era el mismo que en el famoso cuento de Andersen se paseaba desnudo ante sus súbditos que alababan la elegancia de sus inexistentes vestidos.
Algunas gentes pensaron que como los ingenieros eran tan sabios ¿por qué no iban a saber también de medicina? Pero llegó el momento en que estas mismas gentes, tras ser analizadas y diagnosticadas y tratadas por estos ingenieros metidos a médicos, empezaron a morirse. Hubo alguien a quien recetaron aspirina para su apendicitis. Y otro a quien para extraerle las piedras del riñón le abrieron por la cabeza. Y muchas y mayores burradas. Y pronto aquellas gentes empezaron a morirse en masa. Todos acababan muriendo antes de tiempo, a destiempo, por obra y gracia de aquellos doctores ingenieros.
Y cuando al rey, tras un accidente le propusieron que le operara un ingeniero médico de los que él había decretado, se negó. Y tras recapacitar un poco decidió que aquellos ingenieros dejaran de ejercer como médicos.
Este mismo rey tenía pensado que tras la Medicina iba a poner también la Arquitectura en manos de los ingenieros. Pero recapacitó un poco más y le pareció que era mejor dejar las cosas como estaban. E hizo caso a la reina que era inteligente y prudente y que ya le había aconsejado sabiamente aquello de “zapatero a tus zapatos”. Y el cronista oficial del reino ya no pudo ni podrá escribir aquello de “cuando el arquitecto del rey fue ingeniero”.
Alberto Campo Baeza
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